Me considero bastante lectora. No una buena lectora, porque entre el trabajo, las oposiciones (que son como el Guadiana, las retomo y las dejo en función del hastío que me produzca mi actual trabajo), el aprendizaje de otro idioma y las labores domésticas imprescindibles para la supervivencia, termino el día en tal estado que no necesito alta literatura ni grandes cuestiones metafísicas, sino una forma de evasión que no requiera mucho esfuerzo por mi parte. En mi descargo diré que a veces leo monografías sobre el monacato en la Edad Media española, sobre la introducción de los antisépticos en la cirugía o cualquier otra cosa relacionada con la Historia que me pueda interesar en ese momento, pero generalmente me inclino por tramas por las que me pueda dejar llevar sin pensar demasiado. Tejo las lanas más baratas, adopté a tres chuchos, me llevaba al trabajo la bicicleta más barata que cumplía los requisitos mínimos y me encanta la comida basura, ¿por qué iba a mostrar un espíritu elevado en lo referente a la lectura?
Puesto que las horas que dedico a la lectura son las previas al sueño, con el cansancio acumulado del día y la consecuente falta de atención, más de una vez me he planteado llevar un diario de lectura. Del mismo modo que pensé en retomar la escritura del blog, quería obligarme a reflexionar un poco sobre lo leído, más allá del "Me ha gustado mucho" o el "Valiente mierda" (que es a lo que me limito en la cuenta de Instagram), con el objeto de fijar mejor en mi memoria lo leído y digerirlo a conciencia. Había encontrado el cuaderno perfecto pero, por lo que costaba, concluí que me convenía más invertir ese dinero en otro libro y compré un cuaderno de tapa dura en el chino, bonito a su manera. Al sexto libro ya estaba harta del diario de lectura, para qué negarlo.
Ojalá yo fuera ese tipo de persona que convierte la lectura en un acto de entrega total, que realizan anotaciones en los márgenes, reconocen los paralelismos con otras obras y las influencias claras del autor y diseccionan a conciencia lo leído para retenerlo en la memoria y en el papel. Lo he intentado, de verdad, pero no puedo evitar dejarme llevar por la historia y el mero acto de pararme a coger el bolígrafo para hacer una anotación no sólo me parece una herejía (¡cómo voy a profanar un libro de esa manera!), sino que me estropea la emoción que siento en ese momento. Hablando en plata, me corta todo el punto. Si la intensidad de la escena me tiene atrapada, no seré yo quien se escape voluntariamente para escribir. Al terminar un buen libro lo que quiero es saborear el poso que me ha dejado, ese pequeño triunfo que supone haber acertado con la compra, la alegría de haber compartido algo precioso con personajes que no existen, pero que han vivido conmigo. Paso la última página y sigo siendo la misma taruga de siempre, pero he visto madurar, florecer, triunfar y alcanzar el fin deseado en su viaje iniciático al protagonista (porque si el personaje no ha evolucionado nada con el desarrollo de la trama, no me interesa mucho) y quiero mantener conmigo esa sensación de plenitud tanto como pueda, no quiero levantarme corriendo a coger el ordenador o el cuaderno y analizarla.
Sorprendentemente, soy de ciencias. Imagino que esa disección o reflexión profunda sí debería ser mi primer impulso, pero qué le vamos a hacer si no surge de manera natural. Si el final es feliz quiero deleitarme en el asco que me ha producido y si mueren todos quiero disfrutar del momento de desolación.
Seguiré siendo una lectora del montón y que me quiten lo bailado.