domingo, 30 de mayo de 2021

Oye, y a ti que te gusta leer...

No soy una lectora exigente, pero sí que me gusta leer y quienes me rodean lo saben. Eso está muy bien cuando te regalan cheques regalo en una librería para no arriesgarse a comprar algún título que ya tengas o que no sea de tu agrado, no tanto cuando te obsequian marcapáginas dando por sentado que serán útiles (no los uso) y nada cuando se te acercan e inician una conversación diciendo "Oye, y a ti que te gusta leer...". Eso implica que te van a preguntar si tienes un libro determinado y se lo puedes prestar; en caso de que no lo tengas, si sabes dónde lo podrían encontrar barato porque en Amazon vale demasiado para lo que están dispuestos a invertir; o lo que yo más temo, van a pedirte alguna recomendación porque tienen que hacer un regalo a alguien "que también lee mucho". Antes era muy refractaria a prestar libros, pero ha llegado un momento en que montones de ellos ocupan cada superficie disponible de la casa y ya no me importa demasiado prestarlos: necesito ese sitio para otro libro. Tampoco tengo problemas en mandar a la gente a una librería, porque Amazon debería ser el último recurso, o a una biblioteca si lo que realmente buscan es la forma de no hacer ningún tipo de desembolso. Lo de las recomendaciones, sin embargo, me pone en un verdadero aprieto.

Tras tantos años perdiendo el tiempo por la red he llegado a la conclusión de que decirle a la gente qué debe leer sólo es un dilema moral para mí. No sé cuántos millones de veces me han dicho ya que, dado que me gustan los libros, tengo que leer El infinito en un junco; que como me gusta la mitología, tengo que leer Circe, de Madeleine Miller (oh, sí que lo leí y me pareció una bazofia); que como soy adepta del género fantástico tengo que adorar Harry Potter. A mí el uso de ese verbo, tener, me suena a obligación y me repele tremendamente. Lo único que yo tengo que hacer es trabajar, porque me va la nómina en ello, pagar mis facturas y cuidar de mis perros. La lectura es mi placer y por tanto no acepta imperativos. Envidio sin embargo la seguridad que demuestran aquellos que aseguran que te va a fascinar una cosa sólo porque a ellos les ha gustado, como si todos tuviéramos las mismas referencias a la hora de abordar un texto y por tanto extraigamos las mismas conclusiones. Además, no me gusta el proselitismo en ninguno de sus aspectos.

Me gusta leer, sí, pero ni yo misma sé qué me gusta leer. Por ejemplo, me leído muchísima la fantasía épica, un género que a menudo (todas las generalizaciones son malas, incluida ésta) sigue la estructura de planteamiento de una necesidad o llegada de un peligro, emprendimiento de una búsqueda cuyo fin es hallar la respuesta a esa necesidad y durante la cual habrá diversos encuentros con aliados y enemigos y resolución del problema, a veces con el encumbramiento de un protagonista que inicialmente parecía no tener ninguna habilidad que lo distinguiese y la descubre durante su viaje. Por lo que he leído (en un libro de Walter Burkert), un esquema semejante se sigue en muchos cuentos de hadas. Por mucho que me guste la fantasía épica y mucha variedad que pueda introducirse en ese esquema, hay veces que no puedo evitar pensar que la novela de turno sólo es más de lo mismo, salvo que cambian los nombres de los personajes y los monstruos tienen los cuernos y protuberancias repartidos de otro modo. De manera similar, adoro a Lindsey Davis y su saga de Marco Didio Falco, a quien ha tomado el relevo su hija adoptiva Albia Flavia, pero eso sólo implica que cualquier novela protagonizada por un investigador romano me va a traer reminiscencia de los otros y va a salir perdiendo con la comparación. 

Con todo este rollo quiero decir que la impresión que causa un libro depende muchísimo de lo que se ha leído previamente. Ahora que ya he pasado de los cuarenta años, cuando hablo con lectores que están en la veintena me doy cuenta de que nuestras referencias son muy distintas. Cosas que para ellos son descubrimientos fabulosos, giros de guión inéditos, una idea trasgresora me recuerdan otras obras que ya he leído. También se da lo contrario, claro, porque estoy tan centrada en leer lo que me gusta a mí que no presto mucha atención a lo que leen los demás. Por tanto, ante la pregunta "¿Qué libro me recomiendas para mi padre?", la respuesta es "Ni idea. ¿Qué suele leer tu padre?".

No es que esa información sirva de mucho. No sé cómo será el padre de quien pregunta, pero en mi disfrute y percepción de lo leído influyen demasiados factores, no sólo el género. No es lo mismo leer estando cansada que con más energías, triste que alegre, preocupada que relajada. El estado de ánimo es determinante a la hora de soportar una adjetivación excesiva, unas descripciones maravillosas pero que no ayudan al avance de la trama o un protagonista al que estás deseando que maten porque te resulta insoportable. Mi experiencia es que puedes releer, pero rara vez la novela y la vivencia con ella es la misma.

En resumen, si ni siquiera sé con seguridad qué quiero leer yo, ¿cómo pretendes que sepa qué podría gustarte?


miércoles, 26 de mayo de 2021

Que me dejesssss (I)

No encuentro ahora en qué tuit se cuestionaba que hubiera presión social sobre las mujeres para que fueran madres. Es cierto que no me persigue una horda de ginecólogos con jeringas llenas de hormonas que me estimulen los folículos o directamente para inseminarme como para que pueda decir que me siento presionada. No puedo decir que se trate de algo más sutil, aunque sea menos gráfico, ya que van igualmente a saco: me refiero a las amigas de mi madre o a cualquier mujer mayor que yo con la que me vea obligada a establecer conversación.

Mi madre pertenece a una asociación de mujeres en su pueblo y alguna vez han organizado una comida, una reunión por el Día Mundial de Tejer en Público o algún otro evento al que me han invitado. Algún día tendría que hablar de lo bien que se lo pasan, de cómo la edad, las enfermedades, la lucha por sacar adelante a la familia y todas las vicisitudes les han hecho perder el sentido del ridículo: ya no tienen nada que perder y por tanto sueltan lo primero que les viene a las mientes. Son veladas divertidísimas excepto "el momento", cuando alguna se gira hacia mí y me espeta "Tu madre quiere un nieto". Mi respuesta era siempre "Que se lo diga a su otra hija". Es cierto que mi hermana sí ha tenido una niña, pero ahora que podía alegar que mi madre ya tenía la ansiada nieta y que todas podían irse a tomar por culo con el tema de la maternidad no pueden soltar la presa: "Pero tu madre también quiere que tú le des nietos. Ella te los cuida". Vamos a ver... Si mi madre tiene necesidad de cuidar, que adopte un gato, porque yo no creo que sea ético ni decente largarle un crío a una mujer mayor y despreocuparme.

Vamos a obviar los razonamientos del tipo "Seguro que cuando veas a tu sobrina se te despierta el instinto", porque realmente no lo tengo. No me gustan los niños. Es cierto que estos crecen, pero tampoco me gusta la gente en general, así que no creo que la cosa mejore con el tiempo. Claro que quiero a mi sobrina, me río mucho con sus reacciones y apunta ciertas maneras que me hacen pensar que podré congeniar con ella, pero cuando llevo una hora y media sentada en el suelo, pendiente de que no se lastime, que no se trague nada, que no meta los dedos en los enchufes, que no se pille los dedos con los cajones, me alegro de ser sólo su tía, de poder dejarla con sus padres y salir de allí hasta que decida pasar otro rato así. 

Recuerdo cuando una de las amigas de mi madre sacó el móvil, me enseñó un bicho que era todo ojos y orejas, me espetó un "¿De verdad no quieres uno como éste?" y se me escapó un "Mujer, como ése precisamente no". Mi madre todavía no me lo perdona, pero es que un engendro escapado de un laboratorio de ingeniería genética no es un buen argumento a favor de la maternidad.

Agotado el recurso de los críos que despierten el reloj biológico, llegan las hipótesis: "¿Y si tu marido quisiera?". Por fortuna, no hay marido que tenga voz ni voto en este asunto. Quien me aguanta desde hace más de diez años y yo hablamos largo y tendido sobre el tema y hubo consenso. Ninguno de los dos tenemos ningún afán de reproducción y, de haberlo tenido, cada cual hubiera tirado por su lado, en busca de una pareja con planes de futuro que se nos acomodaran mejor. Tan simple.

Lo que me resulta curioso de todo esto es que, como no tengo un marido al que desairar al negarme a parir, siguen insistiendo. "¿Y si te quedases embarazada?". En ese punto ya suelo estar desquiciada, porque no entiendo esa necesidad de que yo admita que sí, que en algún momento de mi vida tengo que dar algún uso a mi aparato reproductivo aunque sea en un caso hipotético. Les contesto que los embarazos no deseados no tienen por qué llegar a término y entonces se escandalizan. No saben que en ese punto me tienen ya tan enervada que si tuviera que detonar una bomba atómica para acabar con la humanidad al pleno lo haría, porque si recurro al argumento de que dentro de nada voy a estar menopáusica me recomiendan la adopción con entusiasmo. No entiendo ese afán de obligarme a dar mi brazo a torcer aunque sea de forma imaginaria. Tengo que ser madre de cualquier manera.

He hablado de las amigas de mi madre, pero generalmente me ocurre con todas las mujeres mayores con las que tengo que interactuar. Lo peor es cuando esa serie de situaciones hipotéticas que acaban conmigo criando tres churumbeles imaginarios me las plantean mujeres más jóvenes que yo, las que además puntualizan que "un hijo de completa". No entiendo qué es lo que me falta que tenga que suplir con los cuidados de otro ser humano. Entonces ellas me contestan que "Lo respetan", frase que me han dicho ya en diversos contextos y viene a significar "Haz lo que quieras, pero sólo porque no puedo obligarte a pensar de otra manera" (me han dicho que respetan mi ateísmo, que respetan mi ideología de izquierdas, que respetan que no me case, que respetan que mi pareja no me arrastre a comer con mi suegra, que respetan que tenga perros grandes en un piso cuando los animales necesitan campo, incluso que respetan que prefiera el ganchillo al punto aunque el ganchillo sólo sirva para hacer pañitos y sea cosa de viejas).

Hay quien me ha afeado que tenga perros para suplir la carencia de hijos. No sé qué tiene que ver el tocino con la velocidad, porque si he de comparar la crianza de mi sobrina con la atención que requieren mis perros no encuentro ninguna semejanza, salvo ocuparme de darles de comer y de vacunarlos cuando toca.

Me han acusado de ser una egoísta. Nadie me ha dicho literalmente que al no tener hijos no estoy dando al sistema trabajadores que produzcan y que coticen para pagar mi pensión, argumento que sí podría entender. Quizá estoy negando a pediatras, profesores y yo qué sé qué otras profesiones relacionadas con la infancia una clientela que precisan para ganarse el sueldo, que es otra forma de verlo. No. Soy egoísta porque estoy privando de cuidados, amor, educación y yo qué sé qué mas a un ser que, como no existe, ni me los demanda ni los necesita. Y me voy a morir sola, como si no conociera ya a tantos mayores cuyos hijos están en Madrid, Barcelona, Northampton o Berlín y que por tanto están igual de solos aun teniendo descendencia.

No diré por tanto que exista presión social, pero las conversaciones que aquí reproduzco sí han tenido lugar con cierta frecuencia y casi siempre con otras mujeres, así que un poquito por saco sí que dan.


martes, 25 de mayo de 2021

Diario de lectura

Me considero bastante lectora. No una buena lectora, porque entre el trabajo, las oposiciones (que son como el Guadiana, las retomo y las dejo en función del hastío que me produzca mi actual trabajo), el aprendizaje de otro idioma y las labores domésticas imprescindibles para la supervivencia, termino el día en tal estado que no necesito alta literatura ni grandes cuestiones metafísicas, sino una forma de evasión que no requiera mucho esfuerzo por mi parte. En mi descargo diré que a veces leo monografías sobre el monacato en la Edad Media española, sobre la introducción de los antisépticos en la cirugía o cualquier otra cosa relacionada con la Historia que me pueda interesar en ese momento, pero generalmente me inclino por tramas por las que me pueda dejar llevar sin pensar demasiado. Tejo las lanas más baratas, adopté a tres chuchos, me llevaba al trabajo la bicicleta más barata que cumplía los requisitos mínimos y me encanta la comida basura, ¿por qué iba a mostrar un espíritu elevado en lo referente a la lectura?

Puesto que las horas que dedico a la lectura son las previas al sueño, con el cansancio acumulado del día y la consecuente falta de atención, más de una vez me he planteado llevar un diario de lectura. Del mismo modo que pensé en retomar la escritura del blog, quería obligarme a reflexionar un poco sobre lo leído, más allá del "Me ha gustado mucho" o el "Valiente mierda" (que es a lo que me limito en la cuenta de Instagram), con el objeto de fijar mejor en mi memoria lo leído y digerirlo a conciencia. Había encontrado el cuaderno perfecto pero, por lo que costaba, concluí que me convenía más invertir ese dinero en otro libro y compré un cuaderno de tapa dura en el chino, bonito a su manera. Al sexto libro ya estaba harta del diario de lectura, para qué negarlo.

Ojalá yo fuera ese tipo de persona que convierte la lectura en un acto de entrega total, que realizan anotaciones en los márgenes, reconocen los paralelismos con otras obras y las influencias claras del autor y diseccionan a conciencia lo leído para retenerlo en la memoria y en el papel. Lo he intentado, de verdad, pero no puedo evitar dejarme llevar por la historia y el mero acto de pararme a coger el bolígrafo para hacer una anotación no sólo me parece una herejía (¡cómo voy a profanar un libro de esa manera!), sino que me estropea la emoción que siento en ese momento. Hablando en plata, me corta todo el punto. Si la intensidad de la escena me tiene atrapada, no seré yo quien se escape voluntariamente para escribir. Al terminar un buen libro lo que quiero es saborear el poso que me ha dejado, ese pequeño triunfo que supone haber acertado con la compra, la alegría de haber compartido algo precioso con personajes que no existen, pero que han vivido conmigo. Paso la última página y sigo siendo la misma taruga de siempre, pero he visto madurar, florecer, triunfar y alcanzar el fin deseado en su viaje iniciático al protagonista (porque si el personaje no ha evolucionado nada con el desarrollo de la trama, no me interesa mucho) y quiero mantener conmigo esa sensación de plenitud tanto como pueda, no quiero levantarme corriendo a coger el ordenador o el cuaderno y analizarla.

Sorprendentemente, soy de ciencias. Imagino que esa disección o reflexión profunda sí debería ser mi primer impulso, pero qué le vamos a hacer si no surge de manera natural. Si el final es feliz quiero deleitarme en el asco que me ha producido y si mueren todos quiero disfrutar del momento de desolación.

Seguiré siendo una lectora del montón y que me quiten lo bailado.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Amargada, pero contenta

He tardado en volver a escribir porque necesitaba algo sobre lo que hablar ¡y todo lo que se me ocurrían eran quejas! Antes de crear este blog tuve y cerré otros que consiguieron reunir a un número bastante decente de lectores y detractores. Me agobiaba un tanto la posibilidad de defraudar a los primeros y estaba bastante harta de los segundos, así que eliminé cualquier rastro y empecé de nuevo en otros sitios que pasaran desapercibidos, hasta que llegaron las redes sociales y me decidí por mantener un perfil bajo que no atrajese a los haters. Utilizaba los blog para desahogarme y es cierto que eso implicaba despotricar contra todo lo que gusta a los demás, así que el epíteto favorito de muchos a la hora de dejar comentarios era "amargada".

Cuando he querido retomar el hábito de redactar e intentar exponer mis ideas de forma un tanto coherente, me ha resultado difícil elegir un tema precisamente porque todo aquello sobre lo que podría despotricar desprende bastante hiel. No es que me deje llevar por el clima de crispación, no es que necesite follar más (mi satisfacción no tiene nada que ver con mi baja tolerancia a los imbéciles), sino que escribir sobre la felicidad requiere un dominio del lenguaje y una capacidad de la que yo carezco. Podría contar cómo me gusta ver jugar a mis perros o reír a mi sobrina de año y medio, con ese deleite puro que contagian (menos mal que mi hermana no me lee, le sienta fatal que equipare a la niña con mis perros), pero esa alegría no se ve en estas palabras. Es muy difícil hacer comprender a alguien lo mucho que has llorado en el teatro de Epidauro, en las ruinas de Pompeya, ante el David de Miguel Ángel, ¡frente al Mercurio de Itálica en el Museo Arqueológico de Sevilla! sólo porque la felicidad te ha inundado y no ha encontrado otro modo de salir. Nadie que no sea un trabajador manual (la palabra artesano le va muy grande a lo que yo hago) ha sentido exactamente la tremenda satisfacción que se siente al terminar algo en lo que has invertido tiempo, tesón y esfuerzo y resulta ser un objeto útil y/o bonito. Ya del sexo ni hablamos. No he leído demasiada literatura erótica, pero casi todos los textos de esa índole usan las mismas expresiones y algo maravilloso cuando se ejecuta no tiene ningún aliciente cuando se lee. Tampoco creo que nadie desee que cuente mis intimidades, por mucho que eso pueda dejar traslucir lo feliz que me siento. Hay muchas cosas pequeñas y preciosas que llenan el día y día pero, honestamente, ni soy capaz de desarrollar un texto sobre ellas ni creo que a nadie le interesen (mas que a mi no-marido, en lo que al sexo conmigo se refiere: claro que le interesa practicarlo). 

Quejarse es mucho más productivo, aunque te tachen de amargada. He concluido que ser una amargada es no hacer lo que hace la persona que te tilde de tal. Por ejemplo, el otro día leí este tuit "De todo lo que leo de las personas que quieren mantener las restricciones "ad eternum", lo que más gracia me hace es la frase de "ya habrá tiempo para x". O no... Nunca se sabe amigos, nunca se sabe. Y se os está olvidando vivir." Cómo le explico que la pandemia apenas ha supuesto un cambio en mis rutinas y por tanto no se me ha olvidado nada. Yo no disfrutaba del humo del tabaco ajeno en los veladores, así que era raro que almorzase en un bar. Es cierto que bajaba a los perros a las once de la noche y el toque de queda se cargó la rutina de los animales, pero seguí disfrutando de los paseos a otras horas. Como alérgica a las gramíneas que soy, estas dos primaveras con mascarilla he llegado a encontrarle alguna ventaja a llevarla. Y el teletrabajo... ¡Ah, eso sí que es vida! Sin tener que aguantar a ciertas compañeras de trabajo, porque es más fácil ser afable y retener el veneno cuando hay una pantalla de chat de por medio. Ya me ocupo yo de mantener los lazos con aquellos a los que quiero y aprecio, porque ya antes iba a ver a mis padres una vez al mes y hablábamos a diario, costumbre que hemos mantenido. Pero la vida son los bares, reunirse con gente, hacer aquello que le llene a ella, y a los que no tenemos prisa por volver a lo de antes es que se nos ha olvidado vivir.

Qué le vamos a hacer, si soy una amargada... Y a pesar de todo, vivo bastante contenta.

martes, 11 de mayo de 2021

Yo antes escribía

Quizá soy un bicho raro. Lo más seguro es que sea del montón, pero la inmensa mayoría a la que pertenezco no hace tanto ruido como el resto: no he tenido ningún problema con el aislamiento, los cierres perimetrales, la distancia social ni encierros varios durante el estado de alarma. No soy sociable y la mayoría de las cosas que me gustan (leer, hacer ganchillo, perder el tiempo en las redes sociales) son actividades que se realizan en solitario. Antes de que cualquiera me rebata, diré que me dan igual los clubes de lectura, porque el libro lo lees en tu casa aunque lo comentes luego; que en las reuniones de ganchilleras charlábamos tanto que el tejido avanzaba poco o las vueltas no tenían todos los puntos necesarios y era preciso deshacer; y que en las redes sociales quizá interactúes con los demás, pero sólo les ves las caras en las fotos. Pensaba pues que no había nadie mejor preparada que yo para estas circunstancias y aun a día de hoy no termino de entender cómo gente que está acostada a las diez y media de la noche sentía una tremenda indignación por no poder estar en la calle a las once. Me equivocaba, supongo.


No echo de menos el trabajo presencial, en absoluto, pero sí que hay que reconocer que levantarme dos horas antes para sacar a los perros, ponerles el pienso, desayunar, ducharme, arreglarme, bajar la bicicleta, pedalear hasta allí, etc, no dejaba de ser una rutina, claro, pero más variada que la que llevo ahora. Antes mis días eran muy previsibles, pero ahora vivo en un continuo en el que me cuesta aún más distinguir un día de otro. Se lo comenté a un amigo y él me aconsejó: "¿Por qué no pruebas a escribir un blog? Yo he retomado el mío y me está ayudando". Heme aquí, pues, ocho años después.


Yo antes escribía. No sé si bien o mal. Sí sé que la mía una verborrea que quizá sí pudiera contenerse, pero no tenía ninguna intención de hacerlo, así que cualquier cosa me servía para teclear un largo discurso. Los signos de puntuación se colocaban solos, no necesitaba pensar dónde debían ubicarse, y estaba muy orgullosa de mi ortografía. Tenía ideas, opiniones y ganas de compartirlas. Supongo que soy una snob, porque eso me duró hasta que llegaron las redes sociales. No es sólo porque entonces todo el mundo hiciera lo mismo, sino porque con las redes sociales llegó el estar a la defensiva, los trolls, las interacciones.


Un problema muy serio que derivó del uso de las redes sociales fue que se me anquilosó la neurona. He intentado hacerla trabajar siempre (me puse a estudiar oposiciones aunque la pandemia acabase con mi rutina de estudio al impedirme ir a la biblioteca; empecé a estudiar italiano; no he dejado de leer), pero el músculo del lenguaje se me paralizó totalmente: los pocos caracteres de un tuit, el limitado texto que acompaña a una foto en Instagram, la impresión que te merece la noticia que compartes en Facebook no requieren demasiado esfuerzo. Ya no sé desarrollar una idea de forma coherente, he perdido la capacidad de argumentar y debatir cuando puedo zanjar una cuestión con un "Me gusta" o un bloqueo. Es más, me cansa, porque dada la naturaleza de las interacciones en esos sitios me parece un trabajo baldío discutir o razonar con desconocidos. Para hacer cosas que no me dan ninguna satisfacción, ya tengo mi trabajo, que al menos está remunerado.


¿Por qué cuento esto? Porque voy a hacerle caso a Luis. No soy nada constante, pero lo único que puedo perder es el tiempo y, francamente, eso ya lo hago de manera habitual con el teléfono móvil. Yo antes escribía y quiero volver a hacerlo.