lunes, 1 de septiembre de 2008

Aventuras en el autobús

No hace mucho escribía sobre lo mucho que odio conducir. Es fácil saber cuándo cojo el autobús con más frecuencia porque mi lista de lecturas aumenta de forma espectacular (un libro cada dos días, más o menos, cuando tengo que trabajar en Sevilla Este), de donde se deduce que siempre viajo acompañada de un libro. ¿A qué viene esto? A que un amigo me animaba a contar algunas anécdotas acontencidas en la estación de autobuses o a bordo de un autobús y quería dejar claro que, por norma general, voy con la cabeza metida en el libro para evitar toda injerencia, sin contar que soy asquerosamente normal, tirando a fea, así que no debería despertar simpatías espontáneas entre los desconocidos.

Pero, por alguna razón, las despierto, y he aquí el relato:

Capítulo 1: Metafísica en el circular
Por si alguien no lo sabe aún, no sólo soy becera, sino que soy de las usuarias activas y los sábados por la mañana acudo al Mercadillo Cultural del Pumarejo a ayudar a difundir este rollo libresco (algún día contaré cómo sería la sucursal de Gigamesh que abriría en Sevilla si me tocase la quiniela, ¡me encantan andar entre libros y esa librería barcelonesa es un edén!), así que era un autobús de la línea C3 el que me llevaba de regreso a Plaza de Armas un sábado al mediodía. Yo estaba leyendo un libro de Poppy Z. Brite y estaba muy absorta en la lectura, porque la novela me estaba fascinando (sólo he leído dos obras de la autora y las dos me han encantado, tiene el toque macabro justo para que historias de una sensibilidad exquisita resulten repugnantes, lo cual es una combinación que me resulta extrañamente seductora).

A la altura de la Barqueta, un hombre mayor me interrumpió: "Señorita, no voy a molestarla, porque de hecho me bajo en la siguiente parada, pero quería decirle que gracias a usted hoy me voy a acostar sabiendo algo nuevo". Imagino qué cara de extrañeza se me debió quedar, porque añadió: "Sí, gracias a usted hoy he aprendido que los vampiros tienen alma, que no lo sabía...". En efecto, yo estaba leyendo El alma del vampiro, así que no pude menos que contestar "Es novela, no puede una fiarse de que nos cuenten la verdad".

En ese momento, el autobús paró en la calle Torneo y el hombre se despidió y se bajó, dejándome allí estupefacta. ¿Qué se fuma la gente a las dos de la tarde?

Capítulo 2: Un poco de acoso sexual
Como ya dije, soy la gorda más normal del mundo. A veces uso ropa ceñida para marcar michelín, lo cual acentúa más mi carencia de atractivo y por tanto hace aún más inexplicable lo que cuento a continuación:

Volvía de la Macarena (de nuevo en uno de los circulares), tras hacer una entrevista de trabajo, e iba leyendo tranquilamente cuando noté algo extraño en el muslo derecho. Puesto que llevaba unos pantalones elásticos bastante estrechos, pensé que se trataba de la costura de la pernera, que se había torcido y me estaba oprimiendo, pero cuál sería mi sorpresa al retirar la vista del libro, mirarme la pierna y constatar que ¡en mi muslo había una mano ajena! Y he aquí lo surrealista: levanté la cabeza para mirar al dueño de aquella mano, que resultó ser un viejo, y éste me devolvió la mirada con la misma cara de extrañeza antes de retirar la mano mientras decía "Uy, perdón, no me he dado cuenta". ¿Que no se ha dado cuenta? ¡Estoy considerablemente más blanda que el asiento de plástico, oiga! Pero me quedé tan estupefacta que no atiné a decirle ni una palabrota.

Cuando recuperé el habla, tampoco pude increparlo, porque el viejo se apresuró a bajarse del autobús.

Todavía hoy me pregunto cómo pudo ser que ambos nos quedásemos tan tranquilos en una situación así. Supongo que era demasiado irreal como para reaccionar con normalidad... ¡Que no se había dado cuenta, dijo!

Capítulo 3: Tragedia (I)
Alguien podría pensar que éste es el post de "Imagínate qué cara se me quedó", pero es que hay situaciones en que realmente no sé qué cara poner. Por ejemplo, el domingo pasado (no ayer, sino el anterior).

El horario de autobuses en domingo es un infierno, el servicio se reduce al mínimo, así que en lugar de coger el autobús en mi barrio me fui a cogerlo a Castilleja (yo vivo en Castilleja, pero mi barrio tiene línea propia, independiente del resto del pueblo, es algo largo de explicar). Puesto que iba a una quedada de BookCrossing, a falta de un libro llevaba tres, de modo que apenas llegué a la parada me puse a la sombra y comencé a leer España insólita y misteriosa, de Juan Eslava Galán (señor Eslava, sé que usted nunca leerá estas líneas, pero me encanta cómo escribe y qué escribe). Cuando la señora que estaba en la parada me preguntó la hora, contesté que eran las siete y regresé a mi lectura, porque no esperaba que la mujer reaccionase como lo hizo: me cogió del brazo y exclamó "¡Ay, niña, que se me ha parado el reloj y yo estaba pensando que eran la seis!". Acto seguido, sin dejar de tironearme del brazo, con lo cual imposibilitaba toda lectura, se embarcó en una explicación sobre el funcionamiento del reloj, que le había regalado su marido, lo cual la condujo al relato de la muerte de su señor esposo, lo cual a su vez la llevó a las lágrimas.

Estaba yo ponderando si reírme de lo absurdo de la situación y las ganas de rajar que tenía la mujer (¿tengo cara de psicólogo, para que la gente se desahogue conmigo, o qué?), si ponerme a leer de nuevo para indicar que no me interesaban sus desgracias, si poner cara de circunstancias y manifestarle mis condolencias o si ofrecer un pañuelo a la doliente cuando mi interlocutora se aparta violentamente y dice "¡Joder, mi vecina! No quiero que me vea llorar. Si me pregunta, le diré que es que estoy sudando mucho por culpa de la calor". Confieso que aproveché la coyuntura para volver al libro, pero la vecina pasó de largo sin saludar siquiera y la mujer volvió al ataque.

Tras una larga diatriba contra la Seguridad Social, que dejó morir a su marido como un perro, etc, etc, tocó el relato del atropello de su madre, de dos operaciones que no supe entender a qué se debían y un largo rosario de desgracias. Por fortuna, no todo era malo: ahora tenía "un amigo", que era amigo y no novio porque el único al que ella consideraría novio por el resto de su vida es al que luego fue su marido.

Juro que cuando vi llegar el autobús fue como si se abriera el cielo y se apareciera el mismo Dios (y eso que soy atea), ¡que ya no sabía dónde meterme para huir de aquella mujer!

Capítulo 4: Tragedia (II)
Si el domingo me contaba la triste historia de su vida una mujer bajita, de pelo corto y cano, el miércoles se sentaba a mi lado una mujerona grandota, de pelo muy largo y muy negro, brazos que parecían jamones y maquillaje muy llamativo. Yo estaba embebida en la lectura de Dafne desvanecida, de José Carlos Somoza (maravillosa novela, me gustó muchísimo) mientras me tomaba un biofrutas (o Pascual Funciona, o como quiera que se llame ahora el bebedizo este) cuando la mujer me tomó del brazo de forma tan brusca que casi lo tiro todo y me espetó "Niña, ¿y a ti te gusta beber eso? Porque mira que a mí me da un asco horroroso". Me planteé por un leve instante cuándo había surgido la moda de tironearme del brazo con el que esté sujetando un libro, pero opté por ser cortés y contesté que, si no me gustase, nunca me lo bebería. Ése fue mi error: mi interlocutora se enfrascó en un largo discurso sobre sus análisis de azúcar y cómo, son sus dos gramos en sangre, jamás se atrevería a leer algo tan empalagoso que además viene en botes tan grandes que la hartan antes de haber llegado a la mitad. Todo el discurso estaba jalonado de empellones, toquecitos en el brazo y muchos "alma mía", "niña" y "corazón".

Lo malo es que del azúcar pasó a las afecciones cardíacas y de ahí a las numerosas muertes en su familia ("Ya ves, hija, se murió en Nochebuena, para que nunca se me olvide la fecha"), a cómo la echaron de su piso en la Macarena y se vio obligada a vivir en mi barrio y por qué todas las noches lloraba en el balcón para que sus hijos no la vieran. Yo miraba con añoranza mi libro (¡con lo bueno que es y me estaban interrumpiendo en lo mejor!) y me preguntaba cuándo coño iba el chófer a abrir la puerta del autobús.

¿Que qué tiene esto de particular? ¡Que apenas hacía cuatro días que había vivido una situación similar! ¡Era estadísticamente imposible que volviera a pasarme algo así, tan pronto!

Me pregunto qué hay en mi expresión que haga que la gente se acerque a hablar conmigo... Otro día que esté aburrida, ya contaré más cosas de este palo.

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